Escritos esenciales


"Es la desdicha lo que nos obliga a preguntar, pero también la belleza, pues lo bello nos proporciona un sentimiento tan vivo de la presencia de un bien, que buscamos un fin sin encontrarlo nunca. También lo bello nos obliga a preguntarnos ¿por qué?, ¿por qué esto es bello? Pero son pocos los que pueden pronunciar para sí este porqué durante varias horas seguidas. El porqué de la desdicha dura horas, días, años; no cesa sino por agotamiento.
Aquel que, además de gritar, es también capaz de escuchar, oye la respuesta. Esta respuesta es el silencio. Ese silencio eterno que Vigny reprochó amargamente a Dios; pero Vigny no tenía derecho a decir cuál es la respuesta del justo a este silencio, pues él no era un justo. El justo ama. Quien es capaz no sólo de escuchar, sino también de amar, oye ese silencio como la palabra de Dios.
Las criaturas hablan con sonidos. La palabra de Dios es silencios. La secreta palabra del amor de Dios no puede ser otra cosa que el silencio. Cristo es el silencio de Dios.
No hay árbol como la cruz; tampoco hay armonía como el silencio de Dios. Los pitagóricos captan esta armonía en el silencio sin fondo que rodea eternamente las estrellas. La necesidad en este mundo es la vibración del silencio de Dios.
Nuestra alma hace ruido sin cesar, pero hay un punto en ella que es silencio y que nunca oímos. Desde el momento en que el silencio de Dios entra en nuestra alma, la atraviesa y se une a ese silencio que está secretamente presente en nosotros, tenemos en Dios nuestro tesoro y nuestro corazón; y el espacio se abre ante nosotros como un fruto que se parte en dos, pues vemos el universo desde un punto situado fuera del espacio.
No hay más que dos vías posibles para esta operación, y ninguna más; dos únicas puntas lo bastante penetrantes para entras así en nuestra alma: la desdicha y la belleza.
A menudo nos sentiríamos tentados de llorar lágrimas de sangre, viendo cómo la desdicha aplasta a desdichados incapaces de hacer uso de ella. Pero considerando las cosas fríamente, no es un despilfarro más lamentable que el de la belleza del mundo. ¿Cuántas veces la claridad de las estrellas, el ruido de las olas del mar, el silencio de la hora que precede al alba, vienen en vano a reclamar la atención de los hombres? No conceder atención a la belleza del mundo es quizá un crimen de ingratitud tan grande que merece el castigo de la desdicha. Ciertamente, no siempre lo recibe; pero en este caso el castigo por ese crimen será una vida mediocre; ¿y en qué es preferible una vida mediocre a la desdicha? Por otra parte, incluso en casos de gran infortunio, probablemente la vida de tales seres es siempre mediocre. En la medida en que se pueden hacer conjeturas sobre la sensibilidad parece que el mal que está en un ser le sea una protección contra el mal que viene a saltarle desde fuera en forma de dolor. Hay que esperar que así sea y que Dios haya reducido misericordiosamente a poca cosa, en el mal ladrón, un sufrimiento tan inútil. Sin duda es así, e incluso ahí está la gran tentación de la desdicha: en que el desdichado siempre tiene posibilidad de sufrir menos aceptando ser malo.
Sólo para quien ha conocido la alegría pura, aunque sólo fuera por un minuto, y, en consecuencia, el sabor de la belleza del mundo, pues lo uno y lo otro son lo mismo, sólo para él es la desdicha algo desgarrador. Y, al mismo tiempo, sólo él no es merecedor de castigo. Pero también es cierto que para él no es un castigo, sino Dios mismo que le toma de la mano y la aprieta un poco fuerte. Pues si permanece fiel, en el fondo de sus propios gritos encontrará la perla del silencio de Dios.

                                                                                          "Escritos esenciales"  Simone Weil