Es tan vasto
el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta
trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un
programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de
mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la
desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene
vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha:
ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del
silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo
alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero
insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer
probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina
que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara
al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja
rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan
huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja
señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede
decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El
que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien
enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de
Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las
piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más
distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que
espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso
tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva
el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio,
aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los
amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio
está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues
si al principio el silencio parece aguardar una respuesta —cómo ardemos por
ser llamados a responder—, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan
sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el
silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las
justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la
indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser
perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de
nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su
indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como
por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae
dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un
pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como
una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en
él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que
entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será
como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos
estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos
estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de
las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No
hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El
corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en
las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se
presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además,
nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el
resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma
de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro.
Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No
el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la
aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a
otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente.
Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada
fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo
corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí.
Y desde entonces, él es fantasma.